No es lo mismo estar solo que sentirse solo. Puedes estar rodeado de gente, de amigos, de familia, tener una agenda social de lo más completa y aún así sentirte solo. En muchos casos, la carencia afectiva se debe a la ausencia de una pareja. Hay personas que no conciben una vida sin una pareja y, por muy rodeada de gente querida que esté, esa ausencia le hace sentir una soledad que solamente esa persona entiende y sufre.
En otros casos, la necesidad de pertenecer a una comunidad, a un grupo de personas con intereses comunes es lo que provoca esa soledad, ya que el hecho de tener muchos amigos no quiere decir que con ellos se compartan aficiones y pasiones.
En mi caso personal, vivo solo, no tengo pareja ni lo considero necesario ya que tengo otras prioridades y no tengo hijos. Tenía hasta hace algo más de 4 meses a un compañero de vida, mi perro Golfo que se tuvo que marchar después de casi 14 años a mi lado. Tengo una afición de la que ya he hablado aquí, la fotografía que me ha permitido conocer gente estupenda a la que a día de hoy considero buenos amigos con los que compartir salidas fotográficas, conversaciones y bromas relacionadas con esa pasión en común. Tengo una buena familia, corta, pero divertida con la que poder contar y con la que compartir momentos de risas y alguna que otra discusión, pero ¿quién no discute con su familia? En resumen, estoy solo porque, tras algunos acontecimientos en mi vida he elegido vivir de esa manera.
Y aún así hay momentos en los que siento el abrumador peso de la soledad, pero lo acepto porque soy consciente de que es un precio que tengo que pagar al elegir esta forma de vida. Sí, a veces me siento solo, pero por otro lado tampoco tengo que rendirle cuentas a nadie. Vivo a mi aire, no le tengo que dar explicaciones a nadie. Entro y salgo cuando quiero y solamente me tengo que soportar a mi mismo, que no es poco y no es fácil porque hasta yo muchas veces me canso de aguantarme. Por lo tanto, ¿me compensa pagar el precio de, en ocasiones sentirme solo? En mi caso, sí.
Pero la soledad a la que me quiero referir hoy no es esta de la que estoy hablando. Es una soledad muy diferente. Es una soledad del que está rodeado de gente que se preocupa por uno, a veces más de lo que es necesario pero uno mismo lo percibe todo de una forma casi irreal, como si estuviese en una burbuja y oyera las voces casi a lo lejos. Me refiero a la soledad del paciente de cáncer.
Tras numerosas pruebas, nos citan en la consulta de hematología y un doctor con su bata blanca trata de hacer un esfuerzo por intentar ser lo más empático posible para darnos lo que saben que va a ser una noticia muy dura. El paciente entra nervioso, con miedo. Pero todo cambia cuando lo peor se confirma. En el preciso momento en el que se nos comunica que somos enfermos de cáncer automáticamente nuestro cuerpo sigue en la consulta, pero nuestra cabeza se ha marchado de allí.
Una cabeza que comienza a funcionar a una velocidad endiablada, por la que pasan mil ideas en segundos y sólo vuelve al presente cuando nos dicen que, además se trata de un cáncer incurable. Ya no escuchamos nada más. El abatimiento en el que nos encontramos nos destruye porque todo se completa con el nombre de la enfermedad: ‘mieloma múltiple’, una enfermedad de la que no hemos oído hablar nunca.
Es en ese momento en el que entra en juego la soledad del paciente. Nuestra cabeza no para con mil pensamientos, con mil dudas, con preocupaciones y miedos al igual que las reacciones ante la noticia, que cada uno tiene la suya. Las hay muy similares, pero todas son diferentes entre sí. Hay tantas reacciones como paciente de mieloma múltiple existen en el mundo.
Por lo general, en momentos así nuestro círculo más íntimo cierra filas en torno a nosotros, y se agradece, pero en muchos casos esa compañía es solamente física, presencial porque psicológicamente el enfermo se siente solo ante su nueva situación. Muchas veces no quiere preocupar a los demás y por ello no habla, lo lleva todo por dentro y existen sentimientos que, por mucho que quiera expresar no existen las palabras adecuadas para hacerlo. Solamente el paciente sabe qué siente, solamente el paciente sabe qué le supone en su día a día enfrentarse a esta nueva situación.
Todo cambia. La vida da un vuelco absoluto y eso no es fácil de entender desde fuera. Los demás te dicen que sí, que lo entienden, pero no es cierto. La única y verdadera manera de entender algo así es vivirlo, sufrirlo y tratar de sobrellevarlo día a día con el peso que supone darte cuenta de que es una situación que a veces no sabes cómo controlar debido a que todo es completamente nuevo. Es algo que nunca has manejado, no tienes experiencia en situaciones así y por mucho que te informes y leas, tu caso es único, es solamente tuyo y eres tú y solo tú quien debe aprender a manejar todo eso diariamente. Vives en una constante improvisación.
Pero no todo termina en el momento del diagnóstico. Asumir algo así no es fácil y llega el momento de comenzar el tratamiento y de nuevo surgen más situaciones que no conocemos. Estamos asistidos en todo momento por un personal sanitario que nos guía, que nos cuida y en el que confiamos porque nosotros no tenemos el control de nada y sólo nos queda el recurso de ponernos en manos de quienes sí saben qué hacer en esos casos. Hay personas que se sienten cómodas en esa situación de entregar el control a los demás y hay quienes sienten aún más inseguridad al hacerlo por mucho que estés en las manos de quienes debes estar.
Y llegan los efectos secundarios. Los efectos secundarios a corto plazo y los efectos secundarios a largo plazo. Otra vez es lo mismo. Otra vez tienes que aprender a vivir con algo que hasta ese momento no conocías. Y los demás te ayudan, sin duda hacen esfuerzos por tratar de hacerte la vida más fácil posible, pero de nuevo estás solo en todo esto, porque eres tú quien lo siente. Eres tú quien lo padece y eres tú quien debe acoplar cientos de elementos de una vida diaria asentada a una situación absolutamente diferente y nueva en todos los sentidos.
Escuchas a los demás, te dejas aconsejar, por supuesto, pero reitero que desde fuera nunca se va a entender porque sólo lo entiende el que lo vive en primera persona. Aprendes a distinguir entre efectos secundarios inmediatos que sabes que duran unos días y, tal como viene se van y unos efectos secundarios a largo plazo que se suman a la sensación de soledad porque producen una sensación de frustración enorme. Te vas dando cuenta de que ya nada es lo mismo y me temo que nunca será lo mismo. Por lo general, el paciente se siente mejor a medida que el tratamiento avanza y los hematólogos te notifican en cada consulta que todo va mejorando. Los dolores disminuyen, te ves capaz de hacer una serie de cosas que antes del tratamiento no podías hacer, pero a la vez notas que el cuerpo no responde igual. Tus energías no son las mismas que antes. Estás intoxicado por la quimioterapia que te está ayudando a sanar, pero a la vez te deja ‘hecho un trapo’ y en los días en los que los efectos han desaparecido y descansas bien, quieres hacer una serie de cosas que normalmente harías sin ningún problema pero te das cuenta de que el cansancio te anula y no te sientes capaz de hacer ni la mitad de lo que hacías antes.
Todo eso te lo llevas a la almohada. Ese momento en el que vas a dormir y de repente, como por arte de magia tu cabeza comienza a pensar más de lo que debe y aparecen los problemas uno detrás de otro es, en gran parte ‘culpable’ de esa soledad del paciente. Ahí es cuando uno empieza a rumiar pensamientos, cuando las preocupaciones, los miedos y la incertidumbre aparecen y se ponen en cola para bombardearte hasta que, por agotamiento te quedas dormido.
Todo ese camino lo tienes que transitar solo, en compañía de quienes te quieren ayudar y y te apoyan en todo momento, pero lo tienes que transitar solo. Porque el paciente eres tú, no tus familiares ni tu pareja, ni tus hijos, ni tu marido, eres tú. Y eres tú quien lo sufre todo, desde los miedos, las preocupaciones como las consecuencias de la enfermedad y las consecuencias de los tratamientos. A eso me refiero con la soledad del paciente.
Tu cabeza no para, no existe en tu vida otro tema que no sea el MM, pero a la vez no quieres preocupar a los demás. Quieres proteger a los tuyos y decides no contárselo a tus padres porque ya son mayores y no les quieres hacer sufrir. Disimulas ante tu pareja y tus hijos porque tratas de que todo sea como siempre, pero tú lo llevas todo por dentro, no dejas de sufrirlo, en soledad para que la onda expansiva de la enfermedad no afecte a nadie más. Lo asumes tú todo solo porque con una persona sufriendo ya es suficiente. ¿Es justo que eso sea así? Ni te lo planteas, porque ya tu mismo te sientes devastado y no quieres que eso afecte a nadie más.
Volviendo otra vez a mi caso, todo mi proceso de diagnóstico lo pasé solo. Mis hermanas, que con el tiempo he sabido que conocían el diagnóstico antes que yo, me acompañaban a cada una de las pruebas previas al diagnóstico, pero ella no podían entrar a las consultas conmigo por los protocolos de la maldita pandemia. Y, por lo tanto tampoco pudieron estar a mi lado en el momento en el que aquel hematólogo joven, tras su mascarilla trató de decirme de la manera más amable posible que tenía cáncer y que, además era incurable.
Las dos aguantaron estoicamente desde primeras horas de la mañana hasta bien entradas las dos de la tarde en la calle esperándome para que no estuviese solo, pero el momento del tartazo en la cara me lo comí yo solito. Al igual que yo solo iba a cada unos de mis días de tratamiento, contando con la red de seguridad de que ellas dos estaban a mi disposición si me hiciera falta, pero pienso que así debía ser, enfrentarme a todo de cara, sin miedo, yo solo sin depender de nadie para no dejar ni un mínimo resquicio a la aparición de la debilidad. Debilidad que es lícita y lógica. No pretendo afirmar en ningún momento que mostrarse débil sea malo, solamente fue una decisión personal, una manera de actuar que yo necesité para sentirme fuerte y ser consciente de que en ningún momento un cáncer iba a poder conmigo, lo que en España denominamos ‘echarle cojones al asunto’.
Aunque en todo ese proceso por supuesto que existieron momentos mas bajos en los que la cabeza me traicionaba y aparecían pensamientos de soledad. Momentos en los que me sentía incomprendido porque por mucho que lo intentaba no lograba explicar mis sentimientos. Ni siquiera el recurso del humor me sirvió en esos momentos porque es algo a lo que recurro cuando las palabras no me alcanzan para hacerme entender, pero en esos casos ni así supe expresarme.
No es nada fácil asumir una enfermedad como el MM, pero creo que lo más difícil es aceptarla. Todo eso lleva tiempo y os aseguro que se consigue y, cuando se acepta y consigues que pase de ser un problema a ser parte de tu vida que te va a acompañar día a día quieras o no, esa soledad se va disipando porque no se trata de que los demás lo entiendan. Se trata de que seas tú quien lo entiendas.
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