Hace unos días, en una conversación con una paciente de MM recién diagnosticada y lectora de este blog me pidió que os hablara de las sensaciones que viví alrededor de todo el proceso del trasplante, así que lo prometido es deuda y allá voy.
Para empezar debo ir al momento de mi segunda consulta tras haber sido diagnosticado en el que mi hematóloga me explicó todo el proceso del tratamiento por el que debía pasar. En ese momento, el MM era algo completamente desconocido para mi y puede que incluso estuviese en esa época que, en vez de llamarlo ‘mieloma’ lo llamase ‘mielosis’ porque era algo tan nuevo que no se me quedaba el nombre.
Fue en esa segunda consulta cuando me enteré de que al final de todo tendrían que realizarme un trasplante y, como es lógico esa noticia me preocupó ya que, al no tener ni idea de nada sobre la enfermedad se me hacía todo un mundo, una cuesta arriba inalcanzable que no me apetecía nada acometer, pero no quedaba más remedio que empezar a aceptar.
Salí de esa consulta completamente abrumado porque cuando te explican algo tan complejo como el tratamiento de una enfermedad recibes tantos datos que se agolpan todos y la mejor forma de ordenarlos es en el día a día cuando se ponen en práctica. Yo sabía que iba a ser largo, sabía que iba a haber quimio, sabía que habrían muchas pastillas, me horrorizó saber que yo mismo me tendría que administrar heparina inyectándomela en casa, pero eso del trasplante… ¿Cómo sería aquello? ¿Necesitaría un donante? Sabemos que no todos son compatibles, y ¿quién se atrevería a donarme? Además, ¿eso cómo se hacía?, ¿en un quirófano? Dudas y más dudas que poco a poco surgían y que anotaba para acribillar a mi pobre hematóloga, la Doctora García en cada una de mis consultas con ella.
Y, para completar el enorme respeto (nunca miedo) que me imponía eso del trasplante, a mi hermana Sandra no se le ocurrió mejor manera de animarme contándome que conoce a una persona que se tuvo que realizar dos trasplantes. Si quieres caldo, ¡toma tres tazas! Si eso me lo dice ahora con lo que ya sé de la enfermedad yo mismo le explicaría que eso se llama trasplante en tándem y se realiza más frecuentemente de lo que se piensa dependiendo del estadío de la enfermedad y que muchas veces se realiza para consolidar una remisión más duradera.
Pero esa no fue la única aportación ‘tranquilizadora’ de mi hermana. Yo no le tenía miedo al trasplante, pero sí respeto. Ya sabía que no necesitaría un donante puesto que se trataría de un autotrasplante (trasplante autólogo) y que para ello me extraerían las células madre de mi médula ósea en un sencillo procedimiento. Y recuerdo perfectamente estar con mi hermana cruzando una calle cercana a su casa, conversando con ella y le dije que a ver si, con suerte el tratamiento iba bien y me libraba del dichoso trasplante. Ella me contestó de una manera dulce y cariñosa: ‘no, el trasplante te lo vas a tener que comer sí o sí. Independientemente de cómo vaya el resto del tratamiento. De eso no te escapas’. Afortunadamente mi hermana eligió el camino de la filosofía y no el de la psicología porque le habría ido muy mal.
A partir de ahí se sucedieron los ciclos, uno tras otro. Se sucedieron las buenas noticias, una tras otra. Se realizó la extracción de las células madre con alguna que otra molesta complicación al pretender coger las vías ya que tengo una venas demasiado tímidas como para dejarse ver, pero se pudo hacer y en sólo una sesión se extrajeron células más que suficientes para el trasplante. Hasta que llegó la hora.
No voy a hacerme el valiente. No me daba miedo pero sí me imponía respeto, sobre todo porque en cada información que leía y en cada entrevista que veía a diferentes hematólogos se hablaba de que se administraban ‘altas dosis de quimioterapia’ y que producen efectos secundarios desagradables y no creo que exista nadie al que le haga ilusión vivir algo así. A mi tampoco me la hacía. Y todo estaba listo para ser ingresado en enero de 2022. Pero una nueva ola de COVID lo impidió porque de nuevo aumentaron los ingresos hospitalarios y no quedaban camas disponibles.
Tuve que esperar y esa espera fue una mezcla de tranquilidad y ansiedad. Tranquilidad porque aún no será, pero ansiedad por quitármelo de encima. Yo soy del pensamiento de que, ya que hay que hacerlo, mejor quitárselo de encima lo antes posible. Y la segunda fecha de ingreso sería para el 14 de marzo de 2022.
Había ansiedad, no lo voy a negar. No era una ansiedad grande que afectara a mi vida diaria, pero sí había algo de ansiedad. Pero, cuando ya estaba todo listo, el mismo día que firmé el consentimiento, a sólo 5 días de ser ingresado me sobrevino un fuerte dolor de cabeza que no se me iba, así que decidí hacerme un test de antígenos y…sí… di positivo en COVID. Eso supondría postponer todo de nuevo porque esa habitación que tenían destinada para mi no podía quedar libre y la ocuparon con otro paciente. A esperar un mes más.
En esa última espera ya no había ansiedad ni había nerviosismo ni había nada. Lo que había eran unas ganas tremendas de que pudiera hacerse mi trasplante porque ya habían sido dos intentos fallidos. Y llegó la fecha.
El 18 de abril de 2022, a sólo un día de cumplirse un año del inicio de mi tratamiento pude ser ingresado.
Era una habitación grande, con una sola cama, con un baño muy grande también. Una habitación a la que no se accedía directamente desde los pasillos del hospital sino que le precedía una pequeña sala donde los sanitarios debían prepararse para entrar a una habitación con un paciente en estado de aislamiento. Y, dentro de la habitación, una bicicleta estática con la que poder ejercitarse para tratar de perder la menor cantidad de masa muscular posible al estar tanto tiempo en cama.
Me acompañan a la habitación, me dan una serie de indicaciones y finalmente me dejan solo. Impone… eso impone… Un lugar aséptico, solitario, en el que sabes que existe la posibilidad de que lo pases mal debido a esas ‘altas dosis de quimioterapia’. Un lugar del que no te vas a poder mover en tres semanas. Impone y trato de evadirme hablando por teléfono hasta con gente con la que hacía meses que no hablaba, todo por distraerme.
Pero, como suele pasar siempre el día a día, las rutinas del tratamiento, las idas y venidas de las enfermeras, las mismas rutinas que uno mismo establece hace que todo se normalice.
He de decir que yo tuve mucha suerte. Evité gran parte de los efectos secundarios y eso hizo que mi estancia allí fuese más llevadera. Evité la temida mucositis, evité los vómitos y solo tuve tres días de diarreas pero nada destacable. Lo que sí sufrí fue mucho cansancio, pero con mi tradicional facilidad para dormir, eso se llevaba más o menos bien.
Además, recibía las visitas de mi amiga Cristina que trabaja en los laboratorios de hematología y cuando ya había pasado un tiempo prudencial tuve la visita de esa misma hermana que tanto me animó al principio, la misma que afortunadamente no se dedicó a la psicología.
Una vez superado el cansancio que me produjo la quimio, los días se hicieron más duros. En principio lo que digo no tiene sentido porque si no tuve apenas efectos secundarios y el cansancio ya no existía, ¿por qué fueron días más duros? Porque ya me sentía bien, me sentía con fuerzas y lo único que quería era salir de allí.
Nunca, jamás en mi vida he estado más aburrido. Estaba aburrido del aburrimiento. Era aplastante. Tenía mi teléfono con tarifa de datos ilimitada y con ella me conectaba a internet con mi pc que a su vez tenía cargado de series y películas, además de haberme llevado 3 libros. Pero cuando uno tiene tantísimo tiempo para sí mismo, todo cansa. Me cansé de series, me cansé de películas, me cansé de leer porque no es lo mismo estar todos los días ocupado y reservar una tarde a ver películas, que tener todo el día a tu disposición uno tras otro. Cuando estás ocupado, disfrutas esos momentos libres como agua de mayo. Cuando tienes tanto tiempo libre ya no sabes ni qué hacer.
Y es en este momento cuando entra en acción la impaciencia y los momentos de desesperación porque ya te encuentras bien, crees que ya estás preparado para irte a casa, pero no es así porque hasta que la nueva médula no comience a dar sus frutos como es debido, no te mueves de allí.
Sabía que para irme debía tener en sangre un mínimo de 500 neutrófilos por mililitro. Yo no sabía qué carajos era eso de los neutrófilos. Sólo sabía que tenían que ser, como mínimo 500 por mililitro de sangre. Para conocer ese dato me extraían sangre cada dos días y pocas horas después me darían los resultados y, cuando esa cifra se estaba acercando yo deseaba que en la siguiente analítica ya se consiguiera el ansiado número. Pero no era así, y había que esperar dos días más hasta la siguiente analítica. ¡Dos largos días más!
Llegó el día y por fin me pude ir a casa. A partir de ahí, los sentimientos fueron otros, pero ya todo mucho más tranquilo y en tu casa. Todo cambia.
A partir de ahí sabes que debes cuidarte. Sabes que debes seguir los consejos de los médicos y te sientes muy cansado en cualquier cosa que haces, pero es importante hacer cosas, lo que sea, lo que puedas, porque sólo así, sin darte cuenta irás recuperando fuerzas.
Pero no todo termina ahí, porque tengo diferentes revisiones con el equipo de trasplante durante 3 meses hasta que recibo el alta y paso de nuevo a mi hematóloga habitual. En esas revisiones uno mismo se va dando cuenta de cómo va todo en función de cómo se sienta en el día a día. Conoces tu cuerpo y él te transmite sensaciones. Siempre existe el pequeño temor, la pequeña duda de si algo puede que no vaya bien, pero es es una sensación normal en todas y cada una de las revisiones que se realizan.
Cuando de nuevo pasé a las consultas de la Dra. García, estas eran una vez al mes y uno ya empieza a tener un nuevo sentimiento, el del ‘frenazo’. Os explico, aunque es algo de lo que ya hablé en el post anterior, ese frenazo ocurre cuando de repente te das cuenta de que todo ya ha terminado. Uno sigue con sus consultas que con el tiempo pasan de ser mensuales a ser cada dos meses, pero ya no es igual
El frenesí imparable cuando estás inmerso en el tratamiento ya no existe. Ya está todo el proceso completado, así que…y ahora, ¿qué?
Es una extraña sensación de vacío, de que ‘la fiesta’ ya ha terminado. De que la velocidad ha disminuido y se necesita un tiempo para asimilarlo. Por supuesto no se echa de menos esa locura de tratamiento, descanso, analíticas, más tratamiento, más analítica, otro descanso, etc pero hay que tener en cuenta que has pasado muchos meses así, muchos meses en un torbellino que de repente ya ha cesado y que el maremoto de tu cabeza pare no es tan fácil, necesita un tiempo.
Y el tiempo pasa, y todo se calma…
Y, ¿sabéis lo que os digo? Que eso del trasplante no es para tanto.