Lo habíamos dejado en mi primer ‘pinchazo’, la primera inyección de bortezomib cuya única consecuencia había sido algo de agitación por la tarde. Y después de esa primera vez vinieron la segunda y tercera del primer ciclo de cuatro inyecciones. Y, hasta ese momento, nada. Nada de nada. Sí, algo de rojez en la zona inyectada y moratones por las inyecciones de heparina diaria que yo mismo me administraba en casa. Pero nada más.
Y de las pastillas de lenalidomida, lo mismo. Nada. En la farmacia del Hospital Clínico me recomendaron tomarlas por la noche antes o después de la cena, pero con comida de por medio. Y por la noche porque probablemente me produciría cansancio… Pues no… de nuevo nada… El cansancio habitual de mi actividad diaria y de seguir con mi paseos de, mínimo 8 km cada tarde en el Parque de La Laguna, un lugar precioso, lleno de vida que había a 2 minutos de mi casa. Siempre acompañado de mis auriculares, por supuesto.
Y con la confianza que me dio la ausencia de efectos secundarios me enfrenté a la cuarta y última inyección de ese primer ciclo. Y…¡ay!… ahí la cosa cambió.
Durante la mañana y parte de la tarde, sin problemas. Tan normal como siempre, pero sobre las ocho de la tarde empecé a sentir como si hubiese estando cargando sacos de piedra todo el día. Un cansancio enorme. Pero no era un cansancio normal. Era muy agobiante, tanto que me anulaba.
Y me dejó sin ganas de cenar… ¿yo sin ganas de cenar? ¡No recuerdo si me ha pasado alguna vez algo así en mi vida! Pero tenía que comer algo, porque debía tomarme la pastilla de lenalidomida diaria. Era algo que no podía saltarme bajo ningún concepto. Así que con dificultades me preparé algo ligero y rápido de cocinar y lo comí sin ninguna gana porque no tenía cuerpo para nada.
Me fui a dormir y al día siguiente seguía sintiéndome cansado, pero no con la misma intensidad que la noche anterior, por lo que decido tener un día tranquilo aprovechando mi facilidad para dormir. Dos días después ya estaba a pleno rendimiento retomando las citas con los amigos, mis paseos con mi cámara de fotos solo o acompañado de Vicente, mi compañero de afición, mis paseos con mi música y, a veces acompañado de mi hermana Sandra. Todo vuelve a la normalidad.
En medio de todo esto, mi brazo derecho va avanzando en su recuperación. Nunca dejo de utilizarlo dentro de lo que el dolor me lo permite y noto cómo la mejoría es notable, lo que me anima a seguir peleando para que todo llegue a buen fin.
Con esa experiencia y un par de semanas de descanso afronto el segundo ciclo del tratamiento. De nuevo 4 inyecciones a dos por semana y la pastilla diaria durante 21 días.
El segundo ciclo comenzó con algo diferente. Al tratamiento habitual se sumaba el consumo de una pastilla (otra) diaria de un compuesto de calcio y un tratamiento por vía de Zometa, ácido zoledrónico que se encarga de controlar la cantidad de calcio en sangre y que ayuda a la recuperación ósea. Y que sea por vía no me importaba, porque era tan sólo media horita. El problema está en que la vía la colocan en la mano, y a mi nunca me han dado miedo las agujas, pero en la mano duele… es un segundo, sí, pero ¡joder, cómo duele!
Ya cuento con que las tres primera inyecciones apenas me van a producir efectos secundarios y que en la cuarta sesión probablemente volveré a sentir el cansancio que ya sufrí en el ciclo anterior. Pero la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, porque el día que recibo la tercera dosis tengo que ir por la tarde a hacerle una visita a mi dentista para una revisión rutinaria y a la vuelta, de forma inesperada ese cansancio me vuelve a aplastar.
Además era una tarde de mucho calor y debía volver a casa andando, pero mi cuerpo no estaba para caminar en esas circunstancias, así que decido volver en taxi y le pido al taxista que, por favor me deje en la entrada de un supermercado que había cerca de mi casa, porque inesperadamente sentí unas ganas terribles de beber zumo de naranja. Y, ¿por qué ese deseo de beber eso? Ni idea… Sólo sé que el cuerpo me lo pedía a gritos.
No me esperaba esas consecuencias en la tercera inyección. Yo entendía que en la cuarta me sobreviniera el cansancio por acumulación de quimioterapia en mi cuerpo, pero esta inesperada reacción en el tercero me hacía temer que en la cuarta sería mucho peor que en el ciclo anterior.
¡Pues no! Dos días después recibo ese cuarto pinchazo y sin consecuencias. No entendía nada de nada. A ver, que lo agradecí, por supuesto, porque ya estaba acojonado con la que me podía caer, pero no me cayó nada. Pasé un día de lo más normal.
Lo que sí empecé a notar era un extraño entumecimiento ocasional en las manos. La primera vez que lo sentí fue en casa de mis adorados amigos David y Cristina.
Estaba con Cris charlando en la terraza de su casa y empecé a notar cómo las manos se me adormecían. Comencé a mover los dedos intentando activar la circulación y dejar de notar ese entumecimiento y lo logré pensando que sería algo ocasional , pero ya veremos más adelante que de ocasional, nada. Y que iría a peor.
Pero, como ya podréis sospechar, al ser algo que no esperaba, que nadie me había contado, mi cabeza de nuevo iba analizando el estado de mis manos. Si volvía esa sensación, si lo sentía con mayor o menor intensidad… Hasta que en la siguiente cita con mi hematóloga fue ella misma la que me preguntó si había notado si algunas de mis extremidades se adormecían. Ahí entendí que era una de las consecuencias de mi tratamiento.
Y con todo eso en el cuerpo mi hermana Sandra me dice que el fin de semana nos vamos ella, un amigo y yo a San Roque, lugar en el que mi sobrina Candela trabaja como profe de francés y en el que tiene alquilado un apartamento estupendo a pocos metros de la playa.
Vaya fin de semana que le di a la pobre… Me sentía muy, muy cansado, y ese cansancio me provocaba un estado de mala leche contínuo. Lo pasamos muy bien, sí, pero hubo momentos en el que le jodí el fin de semana con malas contestaciones, mala maneras, malas caras. Ella iba a un ritmo festivo, lógico de un fin de semana fuera de tu entorno habitual y con muy buen tiempo y yo no podía llevar el mismo ritmo, y eso me frustraba y me provocaba una mala hostia tremenda y estuve insoportable.
Al volver a Málaga me disculpé porque no fui justo con ella, pero me sirvió para darme cuenta de que ya no tenía la misma energía que al principio y debía asumir que mi cuerpo ya no me respondía de la misma manera que al inicio de todo este proceso.
Llevaba, en general una vida muy normal, pero necesitaba dividir mis días en dos partes. Las mañanas, desde muy temprano haciendo lo que debía hacer cada día y, después de comer, una siesta larga para poder soportar el resto de horas que me quedaban por delante.
Nada de eso me llegó a preocupar nunca, porque aún tenía el sentimiento de no estar enfermo. Asumí ese estado de menor energía y me adapté a esa nueva circunstancia aceptando que formaba parte del proceso. Proceso por el que debía pasar y por el que quería pasar, porque , no sólo quería vencer a la enfermedad, sino que estaba convencido de que lo haría.
Y no lo pensaba para darme ánimos, sino que lo sentía de verdad. Y estaba seguro de que así iba a ser.