Soy Anahí Guadarrama, tengo 39 años y en el momento en el que escribo estas líneas siento que los 40ta me respiran en la nuca.
No sé por dónde comenzar a contar esta historia de vida que será similar a muchos pacientes que padecen MM.
Nací en un pueblo de Veracruz, México, llamado Paso del Macho. De pequeña soñaba con ser científica, casarme con un hombre alto y rubio y ser muy feliz.
Mi madre, con una infancia marcada por la horfandad de padre a los 12 años, con 10 hermanos más y viviendo en una situación de pobreza extrema, nunca fue a la escuela.
Mi padre, con una madre con más de 8 hijos, casi cada uno de padres diferentes, fue también un niño sin amor, como muchas personas que crecieron en esos tiempos en México.
Se casaron y se mudaron a Salina Cruz, Oaxaca, a trabajar en una petroquímica. Mi padre trabajaba limpiando buque tanques que transportaban carburantes. Durante este tiempo. le ocurrió un accidente, quedando encerrado en un espacio confinado y afectándole a las habilidades de razonamiento. Mi madre, desde entonces se hizo cargo de él y de 3 hijos, aparte de mí. Por esta razón, mi infancia fue un poco distinta a la demás niñas de mi edad.
Ellos tenían un negocio de comida, y trabajaban de 6 de la tarde hasta altas horas de madrugada.
Mi hermana mayor y yo, aprendimos a ser independientes a muy temprana edad porque mis padres dormían muchísimo durante el día. Mi padre era alcohólico y nos proporcionaba palizas a mi hermana y a mi. Ellos, desde pequeños, no nos han enseñado el amor propio, lo digo porque si hubiera aprendido a hacerlo, me habría hecho chequeos médicos frecuentes, y quizá el MM no hubiera avanzado tanto. Pero eso es algo hipotético.
Conocí a mi primer esposo a los 12 años. En aquel entonces, él tenía 20 años y una hija de 3.
Me enamoré, aunque no sabía con certeza qué era ese sentimiento. A los 15 años quedé embarazada de mi primer hijo, al cual adoré desde que sabía que lo esperaba. Aún seguíamos en situación de pobreza, y eso conllevó a tensiones fuertes en casa.
Me fugué con él y me llevo a vivir a la casa de su familia. Dado que yo era menor de edad, mi madre nos obligó a casarnos «por el bien del bebé». Fue la peor decisión que pude haber tomado. Me sentí obligada a tomar esa decisión por el miedo a que mi padre me golpeara hasta perder el bebé, y mi madre me echó de casa.
A los 2 años y medio, nace mi segunda hija. La situación de pobreza empeoró. No puedo decir que no esperaba quedar nuevamente embarazada, ya que, este entonces, la enfermera dijo que el anticonceptivo residual en mi cuerpo aún tenía efecto. Es en este momento cuando me separo de mi esposo por un año y medio debido a sus infidelidades y decido terminar los estudios de bachillerato. Me gradúo con honores, y yo me preguntaba, “¿que seguía para mí?”.
Una amiga de mi madre me daba ánimos para seguir adelante con los estudios, y con muchas dificultades logro terminar la carrera de ingeniería industrial. Cuando terminé los estudios, animada por unos compañeros de la primera generación de la universidad, tomé una maleta, y apoyada por mi madre para cuidar a mis hijos, fui a probar suerte a una ciudad a 7 horas de mi pueblo. Era una ciudad en la que la industria automotriz estaba creciendo. En ese entonces, tenía 27 años y sólo 900 pesos para vivir unos 20 días. Casi dándome por vencida, conseguí trabajo como becaria en una empresa de transformación de cartón, y desde entonces vivía en esa ciudad llena de estrés y las prisas de todos los día. Mal durmiendo y mal comiendo a causa de los desplazamientos y el trabajo excesivo, y yo, ingenuamente, pienso que el estrés es la causa principal de todos mis males.
En 2019 conseguí casi todo lo que me había propuesto en mi vida. Estaba a punto de divorciarme de mi primer esposo, cuando aprendí a amarme a mi misma. Acababa de sacar adelante mi casa mediante la hipoteca del Infonavit. Tenía dos coches de segunda mano, pero les soy sincera, nunca pensé que tendría uno en la vida. Acababa de aceptar el trabajo que, hasta ahora, es el más importante en mi carrera profesional como supervisora de calidad en una empresa de logística automotriz, pero les hacía la logística de autos a muchas empresas ensambladoras, entre ellas Toyota, y yo era la supervisora de calidad en ese sitio.
En este entonces conocí a mi segundo esposo, un español de Cataluña adorable, fuera de serie. Alto, rubio, y con un físico, para mi gusto, fenomenal.
Todo iba viento en popa. Me sentía genial, aunque con mucho estrés. Dormía poco y trabajaba mucho, pero estaba feliz.
Cuando, de repente, comencé a sentirme cansada. En este entonces ya estaba la primera ola de COVID y me contagie. Estuve casi dos meses dando positivo en pruebas rápidas. Mi actual esposo y yo ya teníamos planes de tener a mi tercer bebé, y yo me sentía cada vez más cansada y rendía menos en el trabajo. Para el mes de noviembre de 2021, quedé embarazada de mi tercer bebé. Y a partir de ahí todo fue decreciendo para mí. Al llegar al cuarto mes de embarazo, comienzo con una amenaza de aborto por placenta previa, y me envían a casa a realizar teletrabajo. Mi ginecóloga me hizo varias pruebas. pero nunca miró a fondo. Sólo presentaba varias infecciones en el riñón que no se trataban con ningún antibiótico. Para el 7mo mes de embarazo, a mi me dolía horrible la cadera y la espalda, pero creía que era por pasar mucho tiempo en cama haciendo reposo.
La placenta nunca subió y mi ginecóloga me programó una cesárea a las 37 semanas de gestación. Durante el parto,mi bebé se trae parte de la placenta en sus manos y comienzo a tener un sangrado interno. Gracias a los médicos. que actuaron rápido, impidieron que me desangrara. Yo me sentía cada vez más cansada. Perdí mucha sangre en el parto, pero en este momento los médicos no creyeron necesario transfundir.
A veces no tenía fuerza ni para cargar a mi bebé recién nacido. A los 4 meses después del parto, buscando la ropa de mi bebé, al incorporarme, ya no me pude enderezar, pero como cada vez que me estresaba me daba lo que yo creía que era una lumbalgia, pues no se me hacía muy desconocida la situación. Cabe mencionar que el dolor de espalda y cadera después del parto no se marchó.
Después de esta supuesta lumbalgia, ya nada fue igual. Los dolores iban a más. En el trabajo no rendía nada, siempre tenía sueño y viajar en coche era el suplicio peor por el que había pasado. Sentía cada onda de la carretera que pasábamos cómo retumbaba en mi cuerpo. Fui a la seguridad social en México y me diagnosticaron lumbalgia aguda.
Una de las prestaciones de mi empresa era la de gastos médicos mayores, y decidí usarlos. Busqué un especialista traumatólogo e hice una consulta. Yo ya llevaba una resonancia magnética simple la cual, por iniciativa propia, me realicé debido a que el dolor no se iba y era insoportable.
No podía casi ni caminar. El especialista me dijo que tenía una hernia discal y me mandó a practicar un estudio que, quien lo ha pasado con MM. Sabrá que es espantoso, el llamado electromiografia. Fueron las 2 horas de prueba más terribles que me han marcado. Para este entonces yo hacía natación para rehabilitación e iba con un fisioterapeuta, pero cada día era peor. Salía de ahí casi sin poder caminar.
El médico especialista apresuró las cosas para poder operar y colocar una goma ortopédica en la espalda supliendo la vértebra dañada, pero, según el estudio él me dijo que tenía 3 hernias más. Por seguro de gastos, sólo se autorizó colocar una goma debido al alto costo de las mismas.
Sin análisis, ni ningún otro estudio, entré a cirugía el día 20 de julio del 22. Tras la cirugía, el médico dijo que la recuperación era rápida, ya que había sido una intervención lamparoscópica.
No me sentí mejor, os lo aseguro. Yo le preguntaba al médico: «¿cuando voy a dejar de sentir dolor»? El me respondía que mi umbral del dolor era muy bajo, es decir que era una “quejumbres”.
En el trabajo tenia baja por enfermedad, y aprovechando esto, me fui a mi pueblo con mi familia para poder recuperarme, caminar y que cuidasen a mi bebé de un año.
Allí me enfermé dos veces de resfriados, me reventó el oído y comenzaban a salirme morados en el cuerpo. El fisioterapeuta que me daba rehabilitación, le hizo las observaciones al traumatólogo vía escrita, pero él, al leerlas, hizo caso omiso.
Para septiembre del 22, a mi suegra le dio un ictus y tuvimos que viajar a España. Dejé mi trabajo y vendimos algunas cosas para poder reunir el dinero del viaje con la esperanza que aquí podría recuperarme más rápido y poder trabajar para mantener los estudios de mi hija pequeña y la hipoteca de casa.
En 17 octubre del 22 aterrizamos en Barcelona. Aclaro que mi bebé es, y será de momento, el único nieto de mis suegros. Teníamos más problemas económicos, y por ello tomamos la decisión de quedarnos en casa de mis suegros. Yo seguía con ese cansancio extremo. Caminaba y me quedaba sin oxígeno, catarros constantes y nos remitieron al centro de atención primaria tan pronto como tuve padrón.
El doctor no me recetó nada para los catarros, pero sí me vio el aspecto tan pálido que tenía y me mandó a realizar una analítica que tardó una semana en ser programada.
Tan pronto como el centro de atención primaria tuvo los resultados, y me refiero a horas después de la toma de la muestra, me llamaron y dijeron que era urgente me trasladara al hospital de especialidades más cercano, a unos 45 minutos de casa de mis suegros. Llegue al hospital y me hicieron esperar casi 4 horas debido a la saturación de personas y bebés con gripes.
Tan pronto vieron mi caso, me pasan a un box y comenzaron las pruebas y preguntas. Yo no me enteraba casi de nada. Las pruebas siguieron hasta tres días después, y la primera toma de médula ósea, que nunca olvidaré. En ese momento estaba sola, porque mi suegra estaba delicada, mi suegro no sabía que hacer con un bebé de un año, y mi esposo lo cuidaba e iba a ratos a verme.
De repente, vi entrar a la habitación a un montón de médicos a tratar de explicarme lo que me pasaba, y yo hice la pregunta: “¿Tengo cáncer?” Y ellos dijeron que sí.
A partir de ahí sentí que ya no podía digerir nada de lo que me explicaban. La segunda pregunta que hice fue: “¿Que esperanza tengo de vida?”
Tras el tratamiento, entro a trasplante, y en la actualidad, 7 meses después y dos quimios más de consolidación, aún siento estar recuperándome, pues en mi percepción aún me duele todo, y a veces mucho, pero ya no estoy en el punto dónde comencé.
A mis 37 años fui diagnosticada con MM, y según el medico no llegaré a vieja. Aún tengo un hijo que educar y amar y siento que mi vida ha sido demasiado precoz en muchos aspectos.