Tras la frustrante noticia de no poder hospitalizarme para el trasplante autólogo por COVID y la reflexión tras haber cumplido un año desde el diagnóstico de la enfermedad retomo el relato del tratamiento.
Lo había dejado en la odisea que pasé para que me realizaran la aféresis. Ya habéis visto que a mi no me pueden pasar cosas normales. En mi caso todo va muy bien, pero siempre hay pequeñas cosas, extrañas cosas que hacen que un proceso a priori sencillo se complique de la manera más tonta. Pero, lejos de desanimarme esas complicaciones me hacen reír. Una risa a veces de desesperación por lo habitual de este tipo de sucesos en mi vida. Tanto es así que tengo un amigo que cuando hablamos me pregunta qué capítulo le voy a contar porque dice que mi vida es para escribir un libro.
Lo dice porque nos conocemos desde hace poco más de año y medio y, desde que nos hemos conocido han pasado en mi vida y en la de mi familia una serie de acontecimientos, uno detrás de otro que no nos han dejado mucho margen de respiro.
Pero esa es la vida, aunque leí una vez en un meme que me enviaron por whatsapp, yo puedo con todo…¡pero no con todo a la vez!
En fin, que tras la aféresis retomaba mis ciclos normales y me quedaban tres para completar los seis que conformaban la primera línea de tratamiento. Pero parece ser que estaba previsto que me dejaran descansar un poco, porque hasta poco antes de mediados de agosto (la aféresis me realizaron a finales de julio) no me citaron para comenzar el cuarto ciclo.
La neuropatía periférica que se me desarrolló en la planta de los pies seguía fastidiándome, pero trataba de detener mi vida lo menos posible, aunque siempre adaptándome, no sólo a la circunstancias de los pies, sino a la dureza del verano que estábamos pasando.
Con todo eso, el cuarto ciclo comenzó y todo fue como de costumbre. Los típicos cansancios por acumulación de bortezomib y poco más. Nada que no os haya contado antes. Es decir, hasta ese momento todo iba normal… hasta que comenzó el terremoto…
No era suficiente con lo mío, sino que además, a finales de agosto le diagnostican un cáncer de mama a mi hermana mayor. Pero no acaba todo ahí puesto que de repente me veo en la necesidad de realizar una mudanza express en tan solo 3 días para irme a vivir con mi tía, la única hermana de mi padre, soltera y sin hijos, que vive sola con 79 años y en menos de un mes tuvo un par de caídas. Caídas sin consecuencias, pero con su fragilidad, mis hermanas y yo decidimos que lo mejor era que yo, el hermano soltero y sin hijos, me fuese a vivir con ella para que no estuviese sola.
¡Todo a la vez! Y ahora ponte a organizar una mudanza para poder dejar el lugar en el que vivo a final de un mes de agosto al que le quedaban 3 días, aunque el propietario de la vivienda me permitió estar unos días más si me eran necesarios porque entendía lo excepcional de la situación.
La preocupación por el diagnóstico de mi hermana, la preocupación por el estado de salud de mi tía, una mudanza urgente y yo inyectándome el cuarto ciclo del tratamiento. Y, sí, para rematar todo eso pasa en agosto, un agosto horrorosamente caluroso.
Daban ganas de salir corriendo y mandarlo todo al carajo e irse al campo a vivir de los frutos de la madre naturaleza como un ermitaño, pero no. Había que ser fuerte, había que hacer de tripas corazón y afrontarlo todo con las fuerzas que te quedan. Porque uno es optimista y es fuerte, pero también tengo mis límites.
La parte positiva de todo este seísmo fue que mi tía vivía en pleno centro. Un lugar que en pocos años cambió muchísimo de aspecto (para mejor) y eso me permitía coger mi cámara con más asiduidad y salir a distraerme con mi música y mis fotos.
Pero tampoco fue del todo así, porque lejos de recuperarse, mi tía iba cada día a peor. Cuando yo llegué a su casa ella se manejaba sola. Con cierta dificultad, pero sola. Sin embargo eso fue un espejismo. Semana a semana aumentaba el grado de dependencia que ella tenía sobre mi. Yo traté en todo momento de que ella se esforzara por luchar y mejorar, pero no quería.
Aunque yo la hice reír en muchas ocasiones, ella estaba triste, muy triste. Era un ejemplo de víctima psicológica del confinamiento y del exceso de información de la pandemia de COVID. Tanto es así, que en un momento en el que de nuevo comenzaron a subir los contagios en España le prohibí ver las noticias en la televisión, porque el bombardeo era asqueroso e incesante.
Era tan alto el nivel de estrés en el que yo vivía, que en esa etapa recibí el quinto y sexto ciclo del tratamiento y ni me enteré de las consecuencias. Sin embargo tuve muchos problemas con los ojos. A tal punto que tuve que acudir dos veces a urgencias y llegó un momento en el que me administraba cada día 4 tipos de colirios y dos tipos de pomadas diferentes, pero ni así hubo manera de que se me calmara el problema.
Ya apenas podía salir. Solamente salia de lunes a viernes por la mañana para realizar gestiones o para acudir a mi tratamiento y comprar comida, pero poco más. Y podía hacerlo porque en esos días había en casa una persona que me ayudaba con ella y con la limpieza de la casa. El miedo de mi tía a quedarse sola era horroroso y, si algún día conseguía salir a distraerme con algún amigo, estaba siempre pendiente de si me llamaba al teléfono para que volviera, algo que al principio no hacía, pero con el tiempo se volvió constante.
Pero había que ser fuertes. Había que tirar pa’lante de nuevo. No había otra opción. Ella siempre me ayudó en mis momentos más difíciles y tanto mis hermanas como yo la consideramos nuestra segunda madre, así que rendirse era un concepto que no existía.
Y todo eso ocurrió en un periodo de tan sólo tres meses, ya que una mañana de noviembre, al despertar me di cuenta de que esa noche ella no me había llamado ni una sola vez, cuando lo habitual era despertarme cada noche entre cuatro y cinco veces para que la ayudara a acomodarse. Así que antes de verla supe que había terminado todo. Y así fue.
Y, como por arte de magia, los problemas en los ojos desaparecieron.
Pero dentro de todo ese torbellino de estrés, de pelea y de lucha al menos me quedé con la satisfacción de que mi tía estuvo atendida, estuvo acompañada y no murió sola. Hice todo lo que pude y más para que saliera adelante, pero qué cierta es la afirmación que dice que la peor enfermedad que existe es no tener ganas de vivir…
Por eso yo siempre empujo hacia delante. Por eso, a todo intento ponerle un sonrisa, una broma, sacarle punta como decimos aquí. Y puede que esa actitud dé de mi una imagen frívola, de que me importa poco todo, y que no le doy a las cosas la seriedad que merecen.
El que piense eso de mi está muy equivocado. Por supuesto que me preocupan las cosas. Por supuesto que me preocupa mi enfermedad. Por supuesto que tengo miedos, como todos y, por supuesto que le doy la importancia y la seriedad que se merece a las cosas. Pero también os digo que, por supuesto que no me voy a dejar vencer por los miedos, ni por las preocupaciones, ni por lo que puede que venga en el futuro. Sobre todo, porque nos pasamos demasiado tiempo armando guerras en nuestras cabezas e imaginando situaciones angustiosas que nos van a pasar en el futuro y, cuando llega ese momento te das cuenta de que todo aquello que tanto temías no llega a ocurrir nunca.
Y, en ese caso, ¿Quien me devuelve a mi los días que he pasado agobiado y asustado temiendo algo que nunca ha pasado? ¿De verdad compensa estar una semana jodido, mal, con ansiedad por algo que solo pasa en tu cabeza y que al final de la semana no ocurre como tu habías imaginado?
A mi no me compensa en absoluto, por eso prefiero reírme con todo. ¡Ojo! CON todo, y nunca DE todo. Practico una filosofía zen que yo he autodenominado ‘melasudismo’, que consiste en que todo me la suda. Pero no os imagináis hasta qué punto me la suda. Hay cuestiones en la que el melasudismo se compara en intensidad con cataratas como las del Iguazú o las del Niágara.
Y ya no sé si es mi forma de ser, mi edad, la enfermedad o qué, pero de verdad que cada día hay menos cuestiones que consigan alterarme. He pasado ya por mucho, como muchos de los que leéis esto, y ya no me quedan ganas, ni fuerzas para lamentarme. Más que nada porque lamentarse no nos aporta nada bueno, solo una mayor ansiedad.
Así que , aunque soy un ser humano que también tiene sus días más bajitos, me gusta ir por la calle con la media sonrisa que mi madre denominaba ‘de gilipollas’, mi música que me mantenga el ánimo arriba, el sol en la cara y la barbilla alta. Pero no para que los demás vean en mi a una persona segura de mi misma, sino para sentirme yo así. Lo que piensen los demás no me preocupa ni lo mas mínimo.